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José García Domínguez

El silencio de los corderos

El derecho a tapar la boca a los disidentes también forma parte del paisaje en esta Cataluña soberana que hoy acabamos de estrenar. Es una prerrogativa de los hijos de aquel otro hombrecillo que un día expulsó a Josep Pla de su revista.

El nacionalismo ha moldeado un paisaje en el que los estudiantes de Filología Catalana terminan sus carreras sin haber oído ni una sola vez el nombre de Josep Pla en las aulas. "Leer a ese autor de Gerona no es fundamental", confiesa una tal Margarida Aritzeta, catedrática de la Universidad Rovira i Virgili. Además, los escritos de Pla son "pesados y aburridos", según certifica su cuate Montserrat Palau, también profesora de literatura catalana en la misma universidad. La prosa de cierto Artur Bladé Desumbila –al parecer, un escritor de la comarca de Tarragona– es "infinitamente superior" a la del autor del Cuaderno gris, concluye Palau. Por su parte, el erudito Magí Sunyer, otro académico de ese centro del saber en el que imparten su ciencia la Marga y la Montse, acaba de revelar que la obra de Rovira i Virgili da sopas con onda a la de Pla (Rovira i Virgili, el padre ideológico de Carod Rovira, fue un racista de la Esquerra que a principios del siglo pasado marcó una impronta imborrable en los círculos literarios de Reus y parroquias adyacentes).

Ahora mismo, mientras escribo, las Cortes españolas deben estar ratificando el derecho inalienable de los catalanes a contemplar eternamente ese paisaje. Qué gran momento para releer a Cesare Pavese. Para recordar, otra vez, cómo retrató el instante preciso en el que los camisas negras comenzaron a tener ganada definitivamente la partida. Cuenta Pavese que, en un trayecto en tren a través de la Italia profunda, de repente, un hombrecillo se puso en pie y comenzó a arengar a los pasajeros. Aquel charlatán, que se iba excitando cada vez más, no paraba de gritar sandeces y falacias sobre la patria y la nación que muchos de los que viajaban a su lado podrían haber refutado fácilmente, dejándolo en ridículo. Pero nadie, absolutamente nadie, lo hizo. Todos callaron. Y el tipo continuó con su necio parloteo hasta que el tren llegó al destino. Justo seis meses después de aquel viaje, comenzaría otro: la Marcha sobre Roma.

Mañana, cuando vuelva a sentarme ante la pantalla para teclear el artículo, seguramente tendré que hablar de Arcadi Espada y de Jon Juaristi. La camada negra del catalanismo ya ha anunciado que va a reventarles otra conferencia. Sucederá el viernes, en la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona. Y Monserrat Tura, la Consejera de la Policía, lo consentirá, lo amparará y les aplaudirá. Porque el derecho a tapar la boca a los disidentes también forma parte del paisaje en esta Cataluña soberana que hoy acabamos de estrenar. Es una prerrogativa de los hijos de aquel otro hombrecillo que un día expulsó a Josep Pla de su revista y comenzó a berrear necedades sobre la nación y la patria, sin que tampoco nadie, absolutamente nadie, le contestase. Para la calavera de Rovira i Virgili, hoy debe ser un gran día. Seguro. Al final, también ha ganado su partida.

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